Yurinda, la
vaca de los niños, agonizaba en un corral con el Sol clavado en la mirada. Se
moría como las rosas y las milpas, mientras los hombres iban a traer agua a una
presa que se llamaba como el presidente de la República.
Sólo los
esqueletos de los charcos quedaban ya en aquel infierno de mujeres llorando,
ante los montones de ropa sucia, desde donde a gritos le pedían a Dios una
nube.
La noticia de
la res moribunda sacó a los muchachos de la escuela, quienes cortaron ramas de
pirul para espantarle los tábanos. No era el primer animal en sucumbir, pero sí
el único que no pataleaba cuando lo uncían a cualquier carreta. Así de mansa y
buena era Yurinda. La inconfundible por su lucero en la frente. La del materno
bramido. La dulce bestia que los niños amaban tanto.
Esa mañana
alguien la oyó mugir hacia el salón de clases, antes de hincarse temblorosa en
el lugar donde nadie pudo hacer algo por salvarla. Ni siquiera el maestro.
Permaneció silencita, con los grandes ojos desorbitados, oyendo el llanto de
los escolares y las palabras de los mayores que le llegaban como del fondo de
una barranca.
Toda el agua
que le echaron encima se desapareció en el intento de resucitarla.
No tuvo fuerzas
ni para sentir que le remojaban el paladar, y todos se desconsolaron por el
fracaso. Yurinda murió rodeada por los chiquillos que ella había criado con la
mejor leche del mundo. Se quedó con los cuernos echados hacia atrás, igual que
cuando se acostaba para que sus amiguitos le rascaran la panza.
Después los
habitantes de la aldea la pelaron para comérsela antes de que el calor la
echara a perder. Toda la gente alcanzó un pedazo de carne, solamente los niños
se negaron a probarla porque ella seguiría viviendo en las praderas inocentes
de su corazón.
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